Cuento
de Navidad de Paulo Coelho (24.12.2018)
Cuenta
una leyenda que, en el país que hoy conocemos como Austria, era costumbre que
la familia Burkhard (compuesta por un hombre, una mujer y un niño) animase las
ferias navideñas recitando poesías, cantando baladas de antiguos trovadores, y
haciendo malabarismos que divertían a todo el mundo. Por supuesto, nunca
sobraba dinero para comprar regalos, pero el hombre siempre le decía a su hijo:
—¿Tú
sabes por qué el saco de Papá Noel nunca termina de vaciarse, con la de niños
que hay en el mundo? Pues porque, aunque está lleno de juguetes, a veces
también deben entregarse algunas cosas más importantes, que son los llamados
“regalos invisibles”. A un hogar dividido, él lleva armonía y paz en la noche más santa del año cristiano. Donde falta
amor, él deposita una semilla de fe en el corazón de los niños. Donde
el futuro parece negro e incierto, él lleva la esperanza. En nuestro caso,
cuando Papá Noel nos viene a visitar, al día siguiente todos nos sentimos
contentos por continuar vivos y por poder realizar nuestro trabajo, que es el
de alegrar a las personas. Que esto nunca se te olvide.
Pasó
el tiempo, el niño se transformó en un muchacho, y cierto día la familia pasó
por delante de la imponente abadía de Melk, que acababa de ser construida. El
joven Buckhard quería quedarse allí. Los padres comprendieron y respetaron su
deseo. Llamaron a la puerta del convento, que aceptaron al joven Buckhard como
novicio.
Llegó
la víspera de la Navidad y, justamente ese día, se obró en Melk un milagro muy
especial: Nuestra Señora, llevando al Niño Jesús en brazos, decidió bajar a la
Tierra para visitar el monasterio.
Sin
poder disimular su orgullo, todos los religiosos hicieron una gran fila, y cada
uno de ellos se iba postrando ante la Virgen, procurando homenajear a la Madre
y al Niño.
Al
final de la fila, el joven Buckhard aguardaba ansioso. Sus padres eran personas
simples, y sólo le habían enseñado a lanzar bolas a lo alto para hacer con
ellas algunos malabares.
Cuando
le tocó el turno, los otros religiosos querían poner fin a los homenajes, pues
el antiguo malabarista no tenía nada importante que decir, y podría dañar la
imagen del convento. Sin embargo, también él sentía en lo más hondo una fuerte
necesidad de ofrecerles a Jesús y a la Virgen algo de sí mismo.
Avergonzado,
sintiendo la mirada recriminatoria de sus hermanos, se sacó algunas naranjas de
los bolsillos y comenzó a arrojarlas hacia arriba para atraparlas a continuación,
creando un bonito círculo en el aire.
Fue
sólo entonces cuando el Niño Jesús empezó a aplaudir de alegría en el regazo de
Nuestra Señora. Y fue sólo a este muchacho a quien la Virgen María le extendió
los brazos y le permitió sostener durante un tiempo al Niño, que no dejaba de
sonreír.
(inspirada
en una historia medieval)
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